Pacto entre Padre e Hija - Parte 1
Francisco Rodríguez había enviudado muy joven, cuando Jessica apenas era una bebé. A sus cuarenta años, llevaba más de la mitad de su vida dedicado exclusivamente a su hija, criándola con amor y devoción. Para él, Jessica era su razón de ser, su luz en la oscuridad de la soledad. Aquel día, como muchos otros, regresó temprano de la oficina con la esperanza de encontrarse con su princesa, imaginando ese abrazo cálido y ese beso cariñoso que ella siempre le daba al llegar.
Al abrir la puerta, sin embargo, notó el silencio inusual. La casa estaba en calma, sin el bullicio alegre de Jessica corriendo a recibirlo. "Debe estar en su cuarto, estudiando", pensó, dejando su maletín sobre el sofá. Caminó hacia el pasillo, pero antes de llegar a su habitación, escuchó una voz suave, entrecortada, que le hizo detenerse en seco.
—No acabes tan rápido, quiero disfrutar… —era Jessica, pero su tono no era el de una conversación normal. Era jadeante, sensual, cargado de una intimidad que Francisco nunca había escuchado en ella.
El corazón le latió con fuerza, una mezcla de confusión y curiosidad lo empujó a acercarse sigilosamente a la puerta entreabierta de su habitación. Lo que vio lo paralizó. Jessica estaba recostada sobre la cama, su cuerpo esbelto y delicado desnudo bajo la luz tenue de la tarde. Su cabello largo y oscuro se esparcía sobre las sábanas, contrastando con su piel morena clara, suave como la seda. Sus pechos pequeños, firmes y perfectos, se elevaban con cada respiración agitada, mientras un joven, a quien reconoció de inmediato —era el ayudante de albañil que había trabajado en la remodelación de la cocina el mes pasado— se movía sobre ella con urgencia.
Francisco sintió un golpe de rabia, de indignación, pero también… algo más. Algo que no quiso admitir. La imagen de su hija, con las piernas abiertas, los labios entreabiertos y los ojos negros llenos de un placer inocente pero intenso, lo hipnotizó. No podía apartar la mirada. El joven, sudoroso y jadeante, apenas duró unos segundos más antes de gemir y derramarse sobre el vientre plano de Jessica.
—Siempre duras tan poco —protestó ella, con un dejo de frustración en la voz.
—Es que vos eres ardiente, es normal —respondió el muchacho, sonriendo con cierta vergüenza mientras se separaba de ella.
Francisco sintió que el aire le quemaba los pulmones. La sangre le hervía, pero no solo de furia. Algo dentro de él se estremecía, una excitación traicionera que lo avergonzaba y lo enfurecía a partes iguales. Antes de que pudiera pensar en retroceder, su cuerpo actuó por instinto.
—¿Qué creen que hacen en mi casa? —rugió, abriendo la puerta de golpe.
Jessica gritó, cubriéndose rápidamente con las sábanas, mientras el joven saltaba de la cama como si le hubieran electrocutado, buscando a tientas su ropa esparcida por el suelo.
—¡Papá! —exclamó Jessica, su rostro sereno ahora descompuesto por el pánico.
Francisco no sabía qué decir. Tenía la voz atrapada en la garganta, los puños apretados, pero también… una tensión en el bajo vientre que lo delataba. El joven, sin atreverse a mirarlo a los ojos, balbuceó una excusa antes de salir corriendo del cuarto, todavía medio vestido.
El silencio que quedó fue denso, cargado de emociones encontradas. Jessica seguía temblando, sus ojos negros brillando con lágrimas de vergüenza, pero también con algo más… algo que Francisco no supo identificar.
—Lo siento, papá… —murmuró, bajando la mirada.
Francisco respiró hondo, tratando de calmar el torbellino dentro de él. Pero cuando sus ojos recorrieron una vez más el cuerpo parcialmente cubierto de su hija, supo que nada volvería a ser igual.
Francisco se quedó plantado en el umbral de la habitación, con los músculos tensos y la mandíbula apretada. La imagen de su hija desnuda, jadeante bajo otro hombre, seguía ardiendo en su mente como una brasa que no se apagaba. Su voz, cuando finalmente habló, fue fría y cortante, como un cuchillo que corta el aire entre ellos.
—Desde hoy se cancelan tus tarjetas de crédito —dijo, agarrándole el celular de la mesita de noche con un movimiento brusco—. Esto tampoco usarás más.
Jessica palideció. No era el castigo lo que más le dolía, sino la decepción en los ojos de su padre.
—Me has decepcionado.
Esas palabras fueron como un puñal. Ella bajó la mirada, incapaz de sostenerla, pero en su descenso, sus ojos se detuvieron, por un instante, en el bulto que se marcaba claramente en el pantalón de su padre. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero no supo si era de vergüenza o de algo más.
Las horas siguientes fueron un silencio pesado, incómodo. Jessica se encerró en su cuarto, abrazando las rodillas contra el pecho, sintiéndose más sola que nunca. "Siempre fui su niña… y ahora ni me habla", pensó, mordiendo su labio inferior hasta casi hacerse sangre. Necesitaba arreglar esto, pero no sabía cómo.
Mientras, Francisco, en su habitación, intentaba sin éxito concentrarse en el trabajo. Pero cada vez que cerraba los ojos, volvía a verla: sus pechos pequeños y perfectos, el arco de su espalda cuando se arqueó bajo el otro hombre, el sonido de su voz quejumbrosa. A sus cuarenta años, Francisco estaba en una forma envidiable. El trabajo de oficina no había mermado su disciplina: hacía ejercicio todas las mañanas, mantenía un torso definido, brazos fuertes y un vientre plano. Pero nada de eso importaba ahora, cuando el deseo lo consumía de una manera que jamás había sentido.
Esa noche, en la oscuridad de su cuarto, no pudo resistirse. Se deslizó la mano dentro del boxer, imaginando que eran los dedos de Jessica los que lo tocaban, que era su voz la que susurraba en su oído. "Dios, qué estoy haciendo", pensó, pero no podía detenerse. La imagen de ella, mojada y temblorosa, lo llevó al borde en cuestión de minutos.
Al mismo tiempo, en su habitación, Jessica también se tocaba. No por placer, sino por desesperación. Quería borrar el día, olvidar la mirada furiosa de su padre, pero cada vez que cerraba los ojos, era su rostro el que aparecía en su mente. "No, esto está mal", se repetía, pero sus dedos no obedecían. Se imaginó que eran sus manos grandes y fuertes las que acariciaban sus pechos, sus muslos… y cuando llegó al clímax, ahogó un gemido contra la almohada, sintiendo una culpa que no entendía del todo.
A la mañana siguiente, decidida a arreglar las cosas, Jessica se vistió… o más bien, se desvistió lo suficiente. Se puso solo un conjunto de ropa interior diminuta, de encaje negro, que resaltaba cada curva de su cuerpo esbelto. Tomó el desayuno que había preparado con cuidado —café negro, exactamente como a él le gustaba— y caminó con paso inseguro hacia su habitación.
—Perdóname, papi —dijo, con una voz tan suave que casi temblaba.
Francisco, que estaba sentado en la cama revisando su teléfono, alzó la mirada y se quedó sin aire. Allí estaba ella, casi desnuda, con el cabello ligeramente despeinado y los ojos llenos de arrepentimiento. Sintió que el corazón le latía con fuerza, pero también una punzada de culpa.
—No te puedo perdonar… —respondió, con una voz más áspera de lo que pretendía—. Pero lo intentaré.
Jessica no pudo evitar que unas lágrimas asomaran en sus ojos negros. Se le escapó un sollozo leve, pero suficiente para que Francisco se levantara de un salto y la abrazara.
—Shh, no llores —murmuró contra su cabello, oliendo el suave perfume de ella.
Sus manos, casi por instinto, se deslizaron por su cintura estrecha, quedándose allí un segundo más de lo necesario. Y luego, como si fuera un accidente (pero sabiendo que no lo era), una de sus palmas rozó ligeramente una de sus nalgas pequeñas pero firmes. Jessica no se apartó.
El silencio entre ellos ahora era diferente. Cargado. Peligroso.
Y ninguno de los dos sabía qué harían después.
El abrazo se prolongó más de lo debido, sus cuerpos pegados, el calor de Jessica irradiando contra el pecho de Francisco. Ella notó cómo su respiración se hacía más pesada, cómo sus manos, grandes y masculinas, se aferraban a su cintura con una mezcla de posesión y deseo reprimido. El silencio entre ellos era espeso, cargado de algo que ninguno se atrevía a nombrar.
Fue Jessica quien finalmente rompió el hielo, sus palabras saliendo en un susurro casi inaudible.
—¿Qué tal si... me cuidas como antes, pero diferente?
La palabra diferente resonó en la cabeza de Francisco como un eco perturbador. ¿Diferente cómo? No hizo la pregunta en voz alta, pero sus ojos oscuros se clavaron en los de ella, buscando una respuesta. Jessica no apartó la mirada, aunque sus mejillas se tiñeron de un rubor intenso. Se notaba arrepentida, sí, pero también había algo más en su expresión, algo que hizo que un instinto primitivo y oscuro brotara dentro de él.
—Al mediodía te llevaré de compras —dijo Francisco, su voz grave, casi ronca—. Vamos a ver si de verdad estás dispuesta a que te perdone.
Jessica tragó saliva. No esperaba esa respuesta, pero asintió lentamente, sin saber exactamente a qué se estaba comprometiendo.
El almuerzo fue tenso, elegante. Francisco la llevó a un restaurante discreto pero caro, donde nadie los conocía. Jessica se sintió fuera de lugar, vestida con un sencillo vestido que no comparaba con la ropa de las otras mujeres allí, pero Francisco no parecía notarlo. O quizá sí, porque después de comer, sin mediar palabra, la llevó a una boutique de lencería fina.
—Elige lo que quieras —le dijo, con un tono que no admitía discusión.
Jessica recorrió los pasillos con dedos temblorosos, sintiendo su mirada en cada movimiento. Cada conjunto que tocaba, cada encaje que deslizaba entre sus dedos, parecía un acto íntimo bajo la atenta observación de su padre. Finalmente, eligió varios: un conjunto negro de encaje con detalles de seda, otro rojo que resaltaría su piel morena clara, y uno blanco, casi virginal, que contrastaba con lo que estaban haciendo.
Francisco pagó sin pestañear.
De regreso a casa, la tensión era palpable. Jessica llevaba las bolsas apretadas contra su pecho, como si fueran un escudo. Francisco, por su parte, manejaba en silencio, pero sus nudillos estaban blancos de tan fuerte que agarraba el volante.
Una vez dentro de la casa, él se sentó en el sofá del living, mirándola expectante.
—Ponte el negro —ordenó, su voz baja pero firme.
Jessica asintió y desapareció en su habitación. Cuando regresó, el conjunto negro adornaba su cuerpo esbelto como si hubiera sido hecho para ella. El encaje resaltaba cada curva, cada línea de su figura juvenil. Francisco no pudo evitar tragar saliva.
—Baila —murmuró, poniendo música suave desde su teléfono.
Jessica no lo pensó dos veces. Comenzó a moverse al ritmo de la melodía, al principio con timidez, pero luego con una sensualidad que ni ella misma sabía que tenía. Sus caderas se mecían, sus manos se deslizaban por su propio cuerpo, acariciándose como si estuviera explorándose por primera vez.
Francisco no podía apartar la mirada. Cada movimiento de Jessica era una tortura deliciosa. Sus pechos pequeños se marcaban bajo el encaje, sus muslos se rozaban levemente, y cuando giró para mostrar su espalda desnuda, casi completamente expuesta por el diseño del corpiño, él sintió que perdía el control.
Ella lo notó. "Si a papi le gusta... a mí también", pensó, mordiendo su labio inferior mientras sus manos descendían hasta sus muslos, abriéndolos apenas en un gesto que no dejaba lugar a dudas.
Cuando la música se detuvo, Jessica estaba sentada en su falda, sus brazos alrededor de su cuello, sus cuerpos pegados. Ninguno de los dos habló. No hacía falta. El aire entre ellos era pesado, cargado de promesas y peligros.
Francisco la miró a los ojos, buscando algún signo de arrepentimiento, pero solo encontró deseo.
El silencio entre ellos era denso, cargado de electricidad estática, como si el aire mismo supiera que estaban cruzando una línea de la que no habría retorno. Jessica seguía sentada en la falda de su padre, su cuerpo apenas cubierto por el encaje negro que se pegaba a su piel como una segunda dermis. Podía sentir el calor de Francisco a través de la tela de su pantalón, esa tensión masculina que ya no podía ocultarse.
Fue él quien rompió el último vestigio de cordura que los separaba. Con un movimiento instintivo, casi animal, desabrochó su pantalón y liberó su miembro, que emergió imponente, grueso y venoso, palpitando con necesidad. Jessica contuvo el aire en sus pulmones. Había visto un pene antes, el del joven albañil, pero aquello no se comparaba. El de su padre era más grande, más maduro, con una presencia que la intimidaba y excitaba al mismo tiempo.
—Papi... —susurró, pero no como una protesta, sino como una exploración de ese territorio desconocido.
Sus ojos negros, siempre tan expresivos, se clavaron en el miembro de Francisco con una mezcla de curiosidad y deseo. Sin mediar palabra, como si sus cuerpos ya hubieran decidido lo que sus mentes no se atrevían a admitir, Jessica deslizó sus dedos por entre sus propios muslos y corrió la tanga a un lado, exponiendo su sexo húmedo y rosado.
Francisco no pudo evitar un gruñido gutural al verla.
—Dios mío... —murmuró, sus manos apretando las caderas de ella con fuerza.
Ella comenzó a masajearse, al principio con timidez, pero luego con más confianza, mientras lo miraba directamente a los ojos. Sus gemidos eran suaves al principio, apenas susurros, pero pronto se hicieron más fuertes, más urgentes.
—Así... así, papi... —jadeó, arqueando la espalda.
Francisco no pudo resistirse. Su mano grande y callosa se unió a la de ella, guiándola, mostrándole cómo tocarse como él quería verla hacerlo. Jessica dejó que él tomara el control, sus dedos moviéndose en círculos precisos sobre su clítoris, mientras su otro brazo se enredaba en el cuello de su padre para no caerse.
Pero ella no quería ser la única en disfrutar. Con una audacia que no sabía que tenía, Jessica extendió su mano libre y envolvió el miembro de Francisco, sintiendo su calor, su dureza. Él gruñó, una vibración profunda que resonó en su pecho.
—No pares... —le ordenó, su voz áspera por el deseo.
Jessica obedeció, moviendo su mano arriba y abajo con un ritmo que aprendía sobre la marcha. Sus dedos se cerraban alrededor de él, explorando cada vena, cada pulgada de piel sensible. Francisco no podía creer lo que estaba sucediendo. El contraste entre la suavidad de la mano de su hija y la intensidad con la que lo masturbaba lo estaba llevando al borde.
Mientras tanto, los dedos de él no cesaban en su entrepierna, dibujando círculos cada vez más rápidos, más precisos. Jessica ya no podía pensar. El placer la inundaba, la hacía temblar.
—Voy a... voy a... —no terminó la frase.
Un espasmo la recorrió de pies a cabeza, su cuerpo convulsionando en el orgasmo más intenso que había experimentado. Gritó, sin importarle quién pudiera escucharla.
—¡Sí, papi, sí!
Francisco no aguantó más. Con un gruñido, eyaculó sobre los muslos de ella, gruesas cuerdas de semen que mancharon su piel morena clara. Jessica sonrió, jadeante, sintiendo una mezcla de triunfo y satisfacción al ver lo que le había hecho.
Pero luego, cuando la realidad comenzó a filtrarse de nuevo, Francisco se tensó. "¿Qué hemos hecho?" El conflicto moral lo golpeó como un puñetazo. Esto estaba mal. Esto era su hija.
Jessica, como si leyera sus pensamientos, inclinó la cabeza y besó su cuello con una ternura que contrastaba con lo que acababan de hacer.
—Papi... —susurró contra su piel.
Francisco se puso de pie de golpe, casi haciendo caer a Jessica.
—Me tengo que ir a la oficina —dijo, ajustando su ropa con movimientos bruscos—. Cuando tenga tiempo, hablaremos.
Y sin mirarla atrás, salió de la casa, dejando a Jessica sola, todavía temblorosa por el orgasmo, pero ahora con un vacío que no sabía cómo llenar.
"¿Y ahora qué?", pensó, mirando las manchas en sus muslos.
El deseo aún ardía en ella. Y quería más.
Continuara...

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