Pacto entre Padre e Hija - Parte 5

 


Dos semanas habían pasado desde que Francisco y Jessica habían cruzado aquella línea que ya no tenía vuelta atrás. Dentro de las paredes de su hogar, ella se había convertido en su amante sumisa, en su posesión más preciada, en la niña obediente que cumplía cada uno de sus deseos sin cuestionarlos. Pero había un detalle que Francisco no podía ignorar: la insistencia constante de Jessica en querer quedar embarazada, en criar hijos con él, en formar una familia que, por razones obvias, jamás podría ser normal. 


Esa tarde, sentado en su oficina con los papeles dispersos sobre el escritorio, Francisco no podía concentrarse en los números ni en los informes. Su mente estaba en otra parte, en la imagen de Jessica arrodillada frente a él, sus labios rojos y húmedos formando esas palabras que lo perturbaban y excitaban por igual: "Quiero tener tu bebé, papi". Sabía que era imposible, que la naturaleza misma se lo prohibía, pero también sabía que negarle algo a su niña se le estaba volviendo cada vez más difícil. 


Fue entonces cuando la idea comenzó a tomar forma en su mente, una solución retorcida pero perfecta. "Si no puedo darle un hijo yo mismo... ¿por qué no dejar que otro lo haga?" La idea de compartirla, de verla con otro hombre, debería haberle provocado rechazo, pero en cambio, sintió un extraño cosquilleo en el estómago. Podría controlar la situación, elegir al tipo adecuado, asegurarse de que fuera discreto. Nadie sabría que él era su padre. Podrían manejar todo en secreto, y Jessica... Jessica tendría lo que tanto deseaba. 


Con un suspiro, tomó su teléfono y comenzó a escribir un mensaje, sus dedos moviéndose con determinación. 


Jessica estaba recostada sobre la cama de su padre, completamente desnuda como él le había ordenado, con los libros de texto abiertos frente a ella, pero su atención dispersa. Cada vez que intentaba concentrarse, el recuerdo de las manos de Francisco sobre su piel, de sus órdenes susurradas al oído, la distraía. 


El sonido del teléfono vibrando sobre la mesita de noche la sobresaltó. Al ver el nombre de su padre en la pantalla, un escalofrío de emoción recorrió su espina dorsal. Abrió el mensaje con dedos temblorosos, leyendo cada palabra con avidez. 


"Vístete. Nos vamos a divertir juntos esta noche. Corsé blanco, falda gris corta, bragas de conejitos. Zapatillas blancas. Nada más." 


Jessica soltó una risita nerviosa, sintiendo cómo la excitación comenzaba a crecer dentro de ella. "Algo grande está por pasar", pensó, saltando de la cama con una energía que no había sentido en días. 


Se paró frente al espejo de cuerpo completo en el vestidor, observando su figura esbelta antes de comenzar a vestirse con la precisión de una ceremonia. El corsé blanco, de tirantes anchos y detalles fruncidos, le ceñía el torso como un guante, realzando sus pechos pequeños pero perfectos y su cintura estrecha. La falda plisada gris, corta y juvenil, se movía con cada uno de sus pasos, revelando apenas un destello de sus muslos cuando caminaba. Las bragas blancas con dibujitos de conejitos eran una contradicción adorable: inocentes y provocativas al mismo tiempo. Por último, las zapatillas blancas, que le daban un aire de colegiala perversa. 


Una vez lista, se miró de nuevo en el espejo, girando para apreciar cada ángulo. "Papi va a perder la cabeza cuando me vea", pensó, mordiendo su labio inferior. 


Sentada en el sofá de la sala, Jessica no podía evitar mover el pie nerviosamente, la emoción corriendo por sus venas como electricidad. Cada minuto que pasaba sin que Francisco llegara era una tortura. "¿A dónde me llevará? ¿Qué tendrá planeado?" Las posibilidades se sucedían en su mente, cada una más excitante que la anterior. 


Cuando finalmente escuchó el sonido de la llave en la cerradura, su corazón se aceleró hasta el punto de casi dolerle. La puerta se abrió, y allí estaba él, impecable como siempre, con su traje de trabajo y esa mirada oscura que la hacía sentir desnuda incluso cuando no lo estaba. 


Sus ojos se encontraron, y Francisco no necesitó palabras. La sonrisa que dibujó en sus labios fue suficiente para que Jessica supiera que la noche apenas comenzaba. 


Y que, fuera lo que fuera lo que tenía planeado, ella estaba más que lista para obedecer. 


La carretera serpenteaba bajo las ruedas del auto mientras Francisco conducía con una mano, la otra descansando con posesividad sobre el muslo desnudo de Jessica, justo donde la falda gris se levantaba lo suficiente como para dejar ver el borde de sus bragas blancas con conejitos. Cada vez que sus dedos se deslizaban más arriba, rozando la delicada tela que cubría su intimidad, Jessica contenía un gemido, sintiendo cómo la humedad se acumulaba entre sus piernas. El viaje había durado más de una hora, pero el tiempo parecía haberse detenido para ella, suspendido en la anticipación de lo que su padre tenía planeado. 


—Llegamos —anunció Francisco de pronto, estacionando frente a un bar de carretera iluminado por neones rojos y amarillos que parpadeaban como ojos borrachos. 


Jessica miró el lugar con una mezcla de curiosidad y nerviosismo. El estacionamiento estaba lleno de camiones con remolques polvorientos, motocicletas relucientes y autos viejos con vidrios polarizados. El sonido de risas fuertes y música salía por la puerta entreabierta, mezclándose con el olor a cerveza derramada y tabaco. 


—Papi, ¿qué hacemos aquí? —preguntó, aunque algo en su interior ya lo sabía. 


—Vamos a divertirnos, mi niña —respondió él, apagando el motor y saliendo del auto sin dar más explicaciones. 


Jessica lo siguió, sintiendo cómo las miradas se clavaban en ella desde el momento en que cruzaron la puerta. Hombres con overoles manchados de grasa, camioneros con gorras y motoqueros con chalecos de cuero la devoraban con los ojos, sus pupilas dilatándose al ver su corsé blanco que empujaba sus pechos hacia arriba, su falda corta que apenas cubría lo esencial. 


Francisco eligió el centro de la barra, un lugar estratégico donde todos pudieran verlos. Ordenó una cerveza para él y un jugo de naranja para Jessica, como si quisiera recordarle que, a pesar de todo, seguía siendo su niña. Pero cualquier ilusión de inocencia se desvaneció cuando su mano se deslizó bajo su falda, sus dedos encontrando fácilmente el borde de sus bragas. 


—Papi… —susurró ella, pero no protestó. 


Sus dedos jugueteaban con el encaje, rozando su clítoris hinchado a través de la tela, lo suficiente para hacerla arquearse hacia él, pero no para satisfacerla. Jessica mordió su labio, sabiendo que todos a su alrededor podían ver lo que su padre le hacía, y eso solo la excitaba más. 


—Mírenla —murmuró Francisco en su oído, sus labios rozando su piel—. Todos quieren una probada de mi putita. 


Fue entonces cuando el hombre se acercó. Alto, con una barriga prominente que sobresalía de su camisa a cuadros y una barba gris mal cuidada, se apoyó en la barra junto a ellos con una sonrisa que mostraba dientes amarillentos. 


—Qué linda novia tienes —dijo, su voz ronca por el alcohol y los años de fumar. 


Francisco no dejó de tocar a Jessica ni por un segundo. 


—No solo es linda —respondió, como si estuviera hablando del clima—. También es una puta obediente. 


El hombre gordo levantó su vaso de whisky, sin inmutarse. Había estado en suficientes bares como para reconocer el juego. 


—Me gustaría comprobar qué tan puta es —dijo, mirando a Jessica con ojos que prometían cosas que hicieron que su estómago se revolviera de excitación. 


Francisco finalmente sacó su mano de entre sus piernas, pero solo para tomar un sorbo de su cerveza. 


—Hay reglas —dijo, como si estuviera negociando un contrato—. Primera: tengo que ver. Segunda: le gusta que le llenen la concha de leche. Y tercera: dale dura. Le encanta. 


El hombre gordo soltó una carcajada, como si le hubieran contado el mejor chiste del mundo. 


—Será un placer. Atrás hay una bodega —dijo, señalando con la cabeza hacia una puerta al fondo del local—. Vamos, cariño. 


Jessica lo miró aterrada, luego a su padre. "¿En serio me va a entregar a este tipo?" Pero cuando Francisco hizo un gesto casi imperceptible para que se levantara, su cuerpo obedeció antes de que su mente pudiera procesarlo. 


No importaba lo que pidiera. 


Era suya. 


Para obedecer. 


El aire en la bodega era denso, cargado con el olor a madera envejecida y polvo acumulado. Jessica permanecía quieta, sus piernas temblorosas bajo la falda corta que apenas cubría sus muslos, mientras el hombre gordo se acercaba con pasos pesados. Su respiración era audible, entrecortada por la excitación y el esfuerzo de moverse con aquel cuerpo voluminoso. Francisco se mantenía en las sombras, sus ojos oscuros fijos en ella, observando cada uno de sus movimientos, cada reacción que su cuerpo tuviera ante lo que estaba por venir. 


—Te voy a dar lo que deseas, nena —gruñó el hombre, sus dedos regordetes desabrochando el cinturón con torpeza antes de bajar el cierre de sus pantalones. 


Jessica contuvo el aire cuando su miembro quedó al descubierto, grueso y erecto, la punta ya húmeda de deseo. No era como el de su padre—nada podía compararse—pero había algo en la crudeza del acto, en la forma en que este hombre la miraba como si fuera un trozo de carne, que la hacía sentir a la vez vulnerable y extrañamente excitada. "Es por papi... todo es por él", se repitió mentalmente, clavando las uñas en sus propias palmas mientras el hombre se acercaba más. 


Sus manos, sudorosas y grandes, se posaron en su cintura, tirando de ella bruscamente hacia adelante. Jessica no opuso resistencia, permitiendo que le bajara las bragas de conejitos con un solo movimiento, el elástico rozando su piel antes de caer a sus tobillos. 


—Qué buena estás, putita —murmuró el hombre, escupiendo en su propia mano antes de frotarse la verga, preparándola para lo que vendría.


No hubo preliminares, ni caricias suaves que la prepararan. El hombre gordo la tomó de las caderas y la empujó contra una pila de cajas, el cartón áspero rozando su espalda desnuda mientras él alineaba su miembro con su entrada. Jessica cerró los ojos, esperando el dolor, pero cuando la penetró, fue con una fuerza que la hizo gritar. 


—¡Ah! —escapó de sus labios, sus manos buscando apoyo en las cajas detrás de ella mientras el hombre comenzaba a moverse. 


Era diferente a Francisco. Más brusco, más desesperado, como si llevara años esperando este momento. Sus embestidas eran irregulares, profundas algunas, superficiales otras, pero cada una hacía que Jessica sintiera cómo su cuerpo se adaptaba a esa invasión no deseada pero tampoco rechazada. 


—Mírame —ordenó el hombre, agarrándole la barbilla con fuerza—. Quiero ver esa carita de zorra mientras te la meto. 


Jessica obedeció, abriendo los ojos para encontrarse con su rostro enrojecido, sus labios húmedos y entreabiertos. Él se inclinó entonces, capturando su boca en un beso húmedo y torpe, su lengua invadiéndola con la misma falta de delicadeza con la que su verga ocupaba su interior. Ella respondió al beso, no porque lo deseara, sino porque sabía que era lo que su padre quería. 


—¿Te gusta, eh? ¿Te gusta esta verga? —preguntó el hombre entre jadeos, sus manos agarrando sus pechos con fuerza, los dedos hundiéndose en la carne suave. 


—S-sí —mintió Jessica, su voz quebrada por las embestidas. 


Pero cuando levantó la mirada, buscando a Francisco en las sombras, él ya no estaba. 


El pánico la invadió de repente, una sensación de vacío que le hizo perder el ritmo de su respiración. "¿Dónde está? ¿Me dejó aquí?" Sus pensamientos eran un torbellino, pero el hombre gordo no pareció notar su angustia. En cambio, la giró bruscamente, obligándola a inclinarse sobre las cajas, su falda gris ahora empujada hacia su espalda, exponiéndola completamente. 


—Así me gusta, perra —gruñó, escupiendo otra vez entre sus nalgas antes de penetrarla de nuevo, esta vez por detrás. 


Jessica gritó, el dolor mezclándose con una excitación retorcida que no podía controlar. El hombre la agarraba de las caderas con fuerza, sus dedos dejando marcas en su piel pálida mientras la follaba sin compasión. 


—Toma, puta, toma toda mi verga —jadeaba, sus palabras un susurro sucio en su oído—. Eres solo un hoyo para que los hombres usemos, ¿no es así? 


Jessica no respondió, pero su cuerpo temblaba bajo el peso de sus palabras, bajo la vergüenza y el placer retorcido que le provocaba saber que su padre la había entregado a esto. 


Cuando el hombre finalmente llegó al clímax, fue con un gruñido animal, sus embestidas volviéndose caóticas antes de derramarse dentro de ella con un gemido prolongado. Una nalgada fuerte siguió, el sonido del impacto resonando en la bodega. 


—Parece que la fiesta recién empieza —dijo el hombre, apartándose de ella con una sonrisa satisfecha. 


Jessica, jadeando, giró la cabeza lentamente. Y entonces los vio. 


Francisco estaba de pie junto a la entrada, su expresión impasible. A su lado, dos hombres más, ya bajándose los pantalones, sus miradas hambrientas fijas en ella. 


Y supo que esto era solo el principio. 


La luz tenue de la bodega se filtraba entre las tablas de madera, iluminando el sudor que resbalaba por el cuerpo de Jessica, ahora marcado por manos ajenas, por bocas que no eran las de su padre. Los dos hombres que Francisco había traído se acercaron con pasos seguros, sus miradas devorando cada centímetro de su piel expuesta, su falda gris ahora arrugada y manchada, su corsé blanco desajustado, revelando moretones en forma de dedos alrededor de sus pechos pequeños. 


El primero, un tipo alto y musculoso, la tomó de los brazos y la levantó como si pesara nada, empujándola contra la pared mientras el segundo, más joven pero igual de hambriento, se arrodilló detrás de ella. Jessica no tuvo tiempo de prepararse. Sintió las manos del joven separándole las nalgas con rudeza, su aliento caliente en su piel antes de que la lengua la encontrara allí, en ese lugar que solo Francisco había explorado antes. Un gemido escapó de sus labios, pero fue ahogado por la boca del primer hombre, que la besó con una ferocidad que le dejó los labios hinchados. 


—Mírala, cómo gime —murmuró el musculoso, apartándose solo lo suficiente para que Francisco pudiera ver el rostro de su hija, congestionado de placer y vergüenza—. Le encanta, ¿eh? 


Francisco no respondió. Solo cruzó los brazos, observando desde las sombras, pero Jessica podía sentir el peso de su mirada, sabía que cada jadeo, cada temblor, era para él. 


El joven detrás de ella no se conformó con solo usar su lengua. Con un movimiento brusco, la penetró por detrás, sus dedos aferrándose a sus caderas mientras su verga, más delgada pero igual de insistente, encontraba su camino dentro de ella. Jessica gritó, el sonido mezclándose con el roce áspero de su espalda contra la pared. 


Pero no tuvo tiempo de acostumbrarse. El hombre musculoso, sin perder tiempo, deslizó su miembro grueso entre sus labios, obligándola a chuparlo con la misma devoción con la que lo hacía con su padre. 


—Así, putita, así —gruñó, empujando más profundo hasta que las lágrimas asomaron en las comisuras de sus ojos. 


Jessica se sentía dividida, partida en dos, llena de formas que nunca había imaginado. El dolor y el placer se mezclaban en una niebla espesa, pero por encima de todo, estaba la mirada de Francisco, fría, calculadora, disfrutando de cada segundo de su degradación. 


Los hombres no fueron gentiles. Cambiaron de posiciones, la voltearon, la doblaron, la usaron como un juguete. El joven la tomó por delante, sus embestidas rápidas y superficiales, mientras el musculoso la esperaba por detrás, listo para reclamarla de nuevo. 


—No aguanta mucho, ¿verdad? —se burló el joven, clavándole las uñas en los muslos—. Se viene solo con que le rocen el clítoris. 


Jessica no pudo negarlo. Su cuerpo, traicionero, respondía a cada toque, cada empujón, como si estuviera diseñado para esto. 


Los hombres fueron llegando en grupos, como si Francisco hubiera planeado cada turno con precisión militar. Algunos eran mayores, con vientres redondos y aliento a cigarrillo; otros más jóvenes, ávidos pero inexpertos. Jessica perdió la cuenta después del quinto, su mente nublada por el cansancio y la sobreexcitación. 


La usaron de todas las formas posibles. Sobre las cajas, contra el suelo frío, incluso suspendida en el aire mientras uno la sostenía y otro la penetraba. Sus gemidos ya no eran de placer, sino de agotamiento, pero su cuerpo seguía respondiendo, mojándose para cada uno de ellos como si fuera su deber. 


—Qué buen aguante tiene —comentó uno, dándole una palmada en el trasero antes de salir, dejando su marca dentro de ella. 


Francisco permaneció en su rincón, inmutable, como un espectador en una obra de teatro que solo él había escrito. 


Cuando el sol comenzó a asomarse, filtrándose por las rendijas de la bodega, Jessica yacía en el suelo, su cuerpo magullado y brillante de sudor y otros fluidos. Los hombres se habían ido, dejando solo el eco de sus risas y el olor a sexo en el aire. 


Francisco se acercó entonces, arrodillándose a su lado con una ternura que contrastaba con la crudeza de la noche. Le apartó el cabello de la cara, manchado de lágrimas secas y saliva. 


—Seguramente esta noche quedaste embarazada —dijo, su voz suave pero firme—. Pero el padre de tu bebé no son ellos. Soy yo. 


Jessica, con las pocas fuerzas que le quedaban, alzó la mirada. Sus ojos, aunque cansados, brillaban con una extraña gratitud. 


—Gracias, papi… por cumplir mis deseos. 


Francisco sonrió, limpiándole una última lágrima con el pulgar antes de levantarla en sus brazos. 


Era suya. 


Para siempre 


 


Continuara... 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Pacto entre Padre e Hija - Parte 4

Pacto entre Padre e Hija - Parte 3