Pacto entre Padre e Hija - FIN.
El auto avanzaba lentamente por las calles desiertas del amanecer, las primeras luces del día filtrándose a través de las ventanillas sucias, iluminando el cuerpo exhausto de Jessica que yacía en el asiento trasero. Francisco no podía evitar mirarla por el retrovisor cada poco segundo, sus puños apretando el volante con una fuerza que dejaba sus nudillos blancos. Verla así, manchada, sudorosa, con el vestido arrugado y las piernas temblorosas, le provocaba una ira fría que quemaba en su pecho. "Ella es mía... solo mía", pensaba, pero la realidad era más compleja. Había permitido que otros la tocaran, que otros la usaran, porque su niña quería un bebé, y él, por más que lo deseaba, no podía dárselo.
El silencio en el auto era espeso, solo roto por los ocasionales gemidos débiles de Jessica cuando el auto pasaba por un bache, haciendo que su cuerpo adolorido se estremeciera. Francisco quería hablar, decirle algo, pero las palabras no llegaban. En cambio, extendió una mano hacia atrás, buscando la de ella, entrelazando sus dedos con los de su hija en un gesto que era tanto de posesión como de consuelo. Jessica no abrió los ojos, pero apretó su mano con la poca fuerza que le quedaba, como si entendiera que, a pesar de todo, él seguía siendo su refugio.
Una vez dentro de la casa, Francisco no perdió tiempo. La levantó en brazos con una suavidad que contrastaba con la crudeza de la noche anterior, llevándola directamente al baño. El agua caliente comenzó a correr, llenando la bañera con un vapor que empañó los espejos y ocultó las lágrimas que Jessica ya no podía contener.
—Shh, mi niña —murmuró él, desvistiéndola con movimientos deliberadamente lentos, como si cada prenda que quitaba fuera una capa de la humillación que había sufrido—. Ya pasó.
Jessica no respondió, pero su cuerpo se relajó levemente bajo sus manos, permitiéndole guiarla hacia el agua. Francisco no era un hombre dado a los gestos tiernos, pero esa mañana, cada toque fue una caricia, cada movimiento una promesa silenciosa de que, aunque había permitido que otros la tocaran, nadie la conocería como él.
Con una esponja suave y jabón perfumado—el que a ella le gustaba, con aroma a vainilla—comenzó a limpiarla. Primero sus brazos, luego sus piernas, evitando por ahora los lugares más sensibles, los que habían sido más usados. Pero Jessica, incluso en su agotamiento, buscó su mirada con ojos que pedían algo más.
—Papi… —susurró, su voz ronca por los gritos de la noche.
Francisco entendió. Con un movimiento firme pero cuidadoso, pasó la esponja entre sus piernas, limpiando los restos de los hombres que ya no importaban, borrando simbólicamente su presencia. "Ahora es solo yo", pensó, sintiendo cómo ella temblaba bajo su toque.
La cama, aquel espacio que habían compartido durante las últimas dos semanas como amantes en lugar de padre e hija, los esperaba con las sábanas frescas y tendidas. Francisco la acostó con cuidado, admirando por un momento cómo su cuerpo moreno claro contrastaba con la blancura de las telas, cómo sus curvas, aunque magulladas, seguían siendo perfectas para él.
Pero la paz duró poco. Una oscuridad se apoderó de su mirada mientras se desvestía, dejando caer su ropa al suelo con un descuido calculado.
—Debo reclamar lo que es mío por derecho —dijo, su voz un rugido bajo que hizo que Jessica abriera los ojos, encontrándose con la intensidad de su mirada.
Ella no protestó. Ni siquiera cuando él se acomodó entre sus piernas, ni cuando sus manos, tan familiares, pero ahora marcadas por una urgencia nueva, la prepararon para él. Jessica estaba cansada, sí, pero más que eso, estaba hambrienta de su posesión, de la seguridad que solo su padre podía darle.
La penetración fue lenta, deliberadamente suave, una contradicción dolorosa a la brutalidad de la noche anterior. Francisco se movió dentro de ella con una precisión que solo años de conocer su cuerpo podían permitir, cada embestida diseñada para recordarle a Jessica quién la hacía sentir así, quién la conocía mejor que nadie.
—Eres mía —gruñó, sus labios encontrando su cuello, marcándola con besos que eran casi mordiscos—. Solo mía.
Jessica, aunque exhausta, respondió con una entrega que lo conmovió más de lo que habría admitido. Sus brazos, débiles pero determinados, se enredaron alrededor de su cuello, sus piernas alrededor de su cintura, como si intentara fundirse con él.
—Siempre tuya, papi —jadeó, sus palabras un susurro contra su piel.
Y así continuaron, en un ritmo que no era tanto sobre el placer—aunque eso llegó, inevitablemente—sino sobre la reafirmación de un vínculo que, aunque retorcido, era inquebrantable.
Cuando Francisco finalmente llegó al clímax, fue con un gemido que sonó casi como un lamento, como si incluso él no pudiera creer lo lejos que habían llegado. Se derrumbó sobre ella, pero solo por un momento, antes de rodar a un lado y abrazarla contra su pecho.
Jessica, ya al borde del sueño, murmuró algo ininteligible, pero su cuerpo se relajó completamente contra el de él, como si solo allí, en sus brazos, pudiera encontrar paz.
Francisco la observó dormir, pasando los dedos por su cabello enredado, sabiendo que, a pesar de todo, no había vuelta atrás.
El sol de la tarde se filtraba entre los barrotes del puente, dibujando sombras alargadas sobre el asiento trasero del auto donde Jessica esperaba con las piernas inquietas. Había pasado más de un mes desde aquella noche en la bodega, un mes en el que Francisco había reclamado cada centímetro de su cuerpo con una posesión que rayaba en lo obsesivo. Pero hoy, algo en ella ardía con más intensidad, una urgencia que no podía contener.
Cuando el auto de su padre apareció en el estacionamiento de la universidad, Jessica no esperó a que él bajara. Corrió hacia él, sus zapatillas golpeando el pavimento con una energía que contrastaba con la elegancia habitual de sus movimientos. Antes de que Francisco pudiera decir algo, sus manos estaban en su pecho, sus labios buscando los suyos con un hambre que no dejaba lugar a dudas.
—Papi —susurró contra su boca, los dedos enredándose en su corbata—. Hazme tuya. Aquí. Ahora.
Francisco la miró con esos ojos oscuros que siempre la hacían sentir desnuda, incluso cuando estaba completamente vestida.
—¿Aquí? —preguntó, su voz grave, pero ya estaba cerrando la puerta del auto con un golpe seco y guiándola hacia la sombra del puente cercano.
Jessica no necesitó más invitación.
Bajo el puente, alejados de miradas indiscretas, pero no del todo a salvo de ser descubiertos, Jessica se apoyó contra uno de los pilares de concreto, el material frío contra su espalda mientras su padre la desnudaba con manos expertas. Su falda plisada subió hasta su cintura, sus bragas de encaje—las que él había elegido esa mañana—fueron apartadas con un dedo hábil.
—Qué desesperada estás hoy, mi niña —murmuró Francisco, sus labios rozando su cuello mientras sus dedos la encontraban ya mojada, ya temblorosa.
—Es que te extraño todo el día —respondió ella, arqueándose contra su mano—. Necesito sentirte dentro de mí.
Francisco no se hizo esperar. Con un movimiento fluido, liberó su erección de los confines de su pantalón y la levantó, envolviendo sus piernas alrededor de su cintura antes de penetrarla en una embestida profunda que los dejó a ambos jadeando.
El ritmo que establecieron fue rápido, urgente, como si el tiempo se les escapara. Jessica mordía su hombro para ahogar sus gemidos, cada movimiento de su padre enviando ondas de placer que la llevaban más y más cerca del borde.
—Dime, ¿de quién es este cuerpo? —gruñó Francisco, sus manos apretando sus nalgas con fuerza, marcándola como siempre lo hacía.
—Tuyo, papi, solo tuyo —respondió ella, sus palabras entrecortadas por las embestidas.
—¿Y quién te hace venir como nadie más?
—¡Tú! ¡Solo tú!
El orgasmo la golpeó entonces, un tsunami de sensaciones que la hizo estremecerse en sus brazos, su interior palpitar alrededor de él con una fuerza que casi lo hizo perder el control.
Francisco, sintiendo su propio climax acercarse, comenzó a retirarse, pero Jessica lo detuvo con un grito ahogado.
—No, papi, acábame adentro —suplicó, sus ojos brillando con una luz que él no había visto antes.
—Sabes que no puedo —respondió él, aunque su voz sonaba menos segura de lo habitual.
Fue entonces que Jessica sonrió, una sonrisa de triunfo y ternura mezcladas, mientras sus palabras cambiaban sus vidas para siempre:
—Sí puedes... estoy embarazada.
El aire entre ellos se electrificó. Francisco la miró como si estuviera viéndola por primera vez, sus ojos recorriendo su cuerpo como si pudiera detectar el cambio que, hasta ahora, había sido invisible.
—¿Estás...?
—Sí, papi. Vas a ser abuelo.
Algo se rompió en Francisco en ese momento. Todas las barreras, todas las razones por las que se había contenido antes, se desvanecieron. Con un gruñido que venía desde lo más profundo de su ser, la empujó contra el pilar con una fuerza renovada, sus embestidas volviéndose más profundas, más posesivas, como si quisiera marcar cada centímetro de su interior ahora que sabía que llevaba su legado.
Jessica lo abrazó con fuerza, sus uñas clavándose en su espalda, saboreando cada segundo de esta nueva conexión.
—Sí, papi, así —alentó, sus labios contra su oído—. Dame tu leche.
Y Francisco, por primera vez, lo hizo, acabo dentro de la vagina de su hija.
El climax lo sacudió con una intensidad que nunca antes había sentido, su cuerpo entero temblando mientras se vaciaba dentro de ella, sellando un pacto que iba más allá de lo físico.
Cuando finalmente se separaron, jadeantes y sudorosos, Jessica sonreía, sus manos posadas sobre su vientre todavía plano.
—Gracias, papi —susurró.
Francisco no dijo nada. Solo la abrazó contra su pecho, sabiendo que, de alguna manera retorcida y hermosa, esto era el comienzo de algo nuevo.
NUEVE MESES DESPUES.
La luz del atardecer se filtraba por las cortinas s en lo emiabiertas del nuevo hogar, pintando las paredes de tonos dorados que se mezclaban con los susurros y los gemidos ahogados. Jessica, ahora madre, arrodillada entre las piernas de Francisco, lo miraba con esa devoción que nunca había desaparecido, solo evolucionado. Sus labios, expertos después de tantos meses de práctica, se cerraban alrededor de su miembro con una ternura que contrastaba con la fogosidad de sus primeros encuentros. La cuna de su hija—una niña de mejillas regordetas y cabello oscuro como el de Jessica—estaba a solo unos metros, el suave sonido de su respiración el único testigo de este momento íntimo.
Francisco observaba a su hija—su esposa, para sus nuevos vecinos—con una mezcla de orgullo y posesión que jamás podría explicar con palabras. "Mía", pensaba cada vez que sus ojos recorrían las curvas que la maternidad había acentuado, los pechos llenos que ahora alimentaban a su hija, las caderas más anchas que encajaban perfectamente entre sus manos.
—Qué buena eres para esto —murmuró, enredando los dedos en su cabello, más largo ahora, como a él le gustaba.
Jessica respondió con un gemido vibrante que le recorrió todo el cuerpo, sus ojos negros alzándose para encontrarse con los de él en una mirada cargada de promesas.
Cuando Francisco estuvo lo suficientemente duro, Jessica se subió a su regazo con la gracia de quien conocía cada centímetro de su cuerpo. Guió su miembro hacia dentro de sí con una mano, mientras la otra se apoyaba en su hombro para balancearse. El movimiento fue lento al principio, una caricia calculada para alargar el placer, para saborear cada segundo de esta nueva vida que habían construido.
La bebé dormía profundamente, ajena al ritmo que sus padres establecían a pocos pasos de distancia.
—Quiero otro —susurró Jessica de pronto, inclinándose para rozar sus labios contra los de Francisco, su aliento caliente y dulce como el vino.
Francisco no necesitó preguntar a qué se refería. Sus manos, grandes y fuertes, se apoderaron de sus caderas, guiándola hacia arriba y hacia abajo con más fuerza.
—Todos los que quieras, mi amor —respondió, sellando la promesa con un beso profundo que sabía a futuro, a eternidad.
Y así continuaron, en esa casa que era su refugio, en esa vida que habían tallado a partir de los pedazos rotos de lo que alguna vez fue normal. Jessica moviéndose sobre él, Francisco marcando su piel con besos y mordiscos, la cuna meciéndose levemente como si celebrara este amor retorcido pero inquebrantable.
No importaba quién fuera el padre biológico de la niña. No importaban las mentiras que tuvieran que contar al mundo. Lo único real era esto: sus cuerpos entrelazados, sus susurros en la oscuridad, la promesa de más hijos, más noches, más años de esta pasión que había nacido en la sombra y ahora florecía a la luz del día.
Cuando el orgasmo los alcanzó, fue juntos, como siempre, como sería desde ahora hasta el final de sus días.
Jessica, recostada sobre el pecho de Francisco, escuchando el latido de su corazón, sonrió.
Era suya.
Para siempre.
Fin.
Gracias por leer la historia completa :* Sígueme y te garantizo que tu biblioteca se volverá mucho más picante.

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