Capítulo 4 - Lecciones Caninas

 El quinto día comenzó con un sonido nuevo: uñas arañando el suelo de madera y un jadeo ansioso frente a la jaula. Elena abrió los ojos, desorientada, hasta que el hocico húmedo del pastor alemán se apretó contra los barrotes, olfateando el aire entre ellos. 




—Buenos días, perra —Laura entró con Max sujeto por un arnés de cuero rojo—. Hoy tendrás un profesor especial. 


Max llevaba el pelaje brillante, cuidadosamente cepillado, con las orejas erguidas y alerta. Al ver a Elena, lanzó un ladrido agudo que hizo que ella se encogiera contra el fondo de la jaula. 


Miguel apareció con dos cuencos metálicos en las manos. 


—Lección número uno —anunció, colocando ambos en el suelo—. Prioridades. 


El cuenco izquierdo contenía croquetas premium mezcladas con trozos de carne jugosa y vegetales frescos. El derecho, las sobras secas de ayer con un hilillo de agua turbia. 


Max se lanzó hacia el izquierdo sin vacilar, devorando la comida con ruidos satisfechos. 


—Así come una perra de verdad —Laura acarició la cabeza del animal mientras lanzaba a Elena una mirada despectiva—. Tú tomarás el otro. 


Elena gateó hacia fuera, sintiendo cómo Max la observaba mientras comía. El contraste era humillante: 


Él masticaba con elegancia, su cola moviéndose suavemente. Ella tuvo que lamer el cuenco polvoriento, atrapando migajas con la lengua mientras el agua le chorreaba por la barbilla. 


Cuando terminó, Miguel le pasó una toalla ásquera. 


—Max deja el cuenco impecable —comentó—. Tú pareces un bebé destetado. 


Laura sujetó ambas correas: la de cuero negro de Elena y la roja de Max. —Sitz —ordenó en alemán. 


El pastor alemán se sentó al instante, erguido como un soldado. Elena tardó tres segundos en imitar la pose, y aún así, sus piernas temblaban. 


—Platz! — Max se tumbó panza abajo, cabeza alta. Elena intentó hacer lo mismo, pero su cuerpo rígido hizo que cayera torpemente, sus pechos aplastándose contra el suelo frío. 


Miguel soltó una carcajada mientras grababa con su teléfono. 


—Parece un ternero recién nacido —dijo, pateando suavemente el trasero de Elena para que corrigiera la postura. 


La lección continuó: 


Dar la pata: Max lo hizo con gracia militar. Elena dejó caer la mano como un peso muerto. 


Rodar: El perro giró tres veces seguidas sin perder dignidad. Ella quedó enredada en sus propias extremidades, mostrando involuntariamente todo su cuerpo a los presentes. 


Buscar: Max trajo el juguete intacto. Elena lo rompió accidentalmente con los dientes. 


El momento más humillante llegó al mediodía. Laura llevó a Max al jardín y lo roció con la manguera, cepillando su pelaje con cuidado mientras el perro disfrutaba. 


—Tu turno —dijo Miguel, arrojando a Elena una esponja áspera y un balde con agua fría—. Lávate sola. 


Max recibía champú de almendras. A ella le dieron jabón industrial que le irritó la piel. 


—Al menos huele mejor que antes —comentó Laura cuando terminó, dejando que Max olfateara a Elena de pies a cabeza—. Aunque no tanto como él. 


Al caer la tarde, Max recibió un hueso de cuero genuino y permiso para subir al sofá. A Elena le dieron un trapo viejo para masticar "y practicar". 


Mientras el perro descansaba en el lujoso cojín, ella tuvo que acurrucarse en su jaula, observando cómo: Él recibía caricias sin pedirlas. Ella debía suplicar por el mínimo contacto. Él dormía donde quería. Ella dependía del capricho de sus amos. 


Cuando la casa se durmió, Miguel volvió al garaje. Esta vez no para castigar, sino para hablar. 


—¿Entiendes ahora? —preguntó, sentándose frente a la jaula—. Max es mejor porque acepta su naturaleza sin vergüenza. 


Elena miró sus rodillas magulladas. 


—Tú luchas contra lo que eres —continuó él—. Hasta que dejes de hacerlo, siempre serás... segunda. 


La llave giró en la cerradura de la jaula. Por primera vez, Miguel le ofreció la mano para ayudarla a salir. 


—Ven. Hoy dormirás en la perrera con Max. Para aprender. 


El calor del cuerpo del animal fue lo último que sintió antes de dormir, junto a una verdad dolorosa: Tenía mucho que aprender de un perro. 


Exposición Pública 


El amanecer del sexto día encontró a Elena arrodillada en el garaje, con un nuevo accesorio alrededor de su cuello: una placa de perro genuina grabada con su nombre y el número de teléfono de Miguel. Laura sujetaba una correa de paseo roja mientras le ajustaba el arnés de cuero que le ceñía el torso, apretando justo debajo de sus pechos para mantenerlos expuestos. 


—Hoy es tu examen final —murmuró, abrochando una pequeña cola postiza en la base de su columna vertebral—. El parque está lleno los domingos. Familias. Niños. Gente normal. 


Miguel entró con Max, quien llevaba un arnés idéntico al de Elena. 


—Las reglas son simples: 


Caminarás a cuatro patas en todo momento. 


Harás tus necesidades donde te indiquemos. 


No emitirás sonidos humanos. 


El trayecto en coche fue una tortura. Elena viajó en el suelo del asiento trasero, con la cara entre las piernas de Laura, mientras Max ocupaba el asiento con privilegio canino. 


Primera Prueba: El Paseo Matutino 


El parque estaba repleto. Madres con cochecitos, corredores matutinos, parejas paseando. Miguel ató ambas correas a un poste frente al lago. 


—Sitz —ordenó. 


Max se sentó obedientemente. Elena tardó un segundo en imitarle, sintiendo cómo la gravilla del camino se clavaba en sus palmas. 


Una niña de unos cinco años señaló: 

—Mamá, esa señora está haciendo como los perritos. 


La madre la apartó rápidamente, pero no sin antes lanzar una mirada escandalizada. Elena bajó la cabeza, sintiendo el rubor subirle por el cuello. 


—Cabeza alta —susurró Laura, tirando de la correa—. Las perras no sienten vergüenza. 

 

Segunda Prueba: La Fuente de Agua 


Miguel llevó a Max a beber de la fuente pública para perros. Elena tuvo que esperar, observando cómo el pastor alemán lamía el chorro metálico con elegancia. 


—Tu turno —dijo Laura, señalando el pequeño recipiente inferior donde se acumulaba el agua sobrante. 


Elena se inclinó, sintiendo cómo el líquido tibio y con sabor a metal mojaba su barbilla. Alguien tomó una foto. Otra persona murmuró "Dios mío". 


Max lamió su oreja en un gesto que podía ser tanto consuelo como burla.


Tercera Prueba: Las Necesidades 


—Huele —ordenó Miguel cuando llegaron a un área arbolada—. Busca tu lugar. 


Elena olfateó el suelo como había visto hacer a Max, hasta encontrar un arbusto apartado. Levantó la pierna torpemente, sintiendo cómo la orina le corría por los muslos. 


Un corredor se detuvo en seco. 

—¿Está... está bien? 


—Solo está entrenando —respondió Laura con naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo—. Es una petplayer profesional. 


La mentira sonaba ridícula, pero el hombre asintió incómodo y siguió su camino. 


Cuarta Prueba: El Juego 


Miguel lanzó una pelota al lago. Max se lanzó tras ella con gracia, nadando entre aplausos de los espectadores. 


—Ahora tú —dijo Laura. 


El agua estaba helada. Elena chapoteó torpemente, sintiendo cómo el vestido de baño imaginario que su mente humana aún anhelaba brillaba por su ausencia. Alguien en la orilla rio. 


Cuando regresó con la pelota entre los dientes, un grupo de adolescentes grababa con sus teléfonos. 


—¡Buena perra! —gritó Miguel, acariciándole la cabeza como si fuera un truco circense—. Pero Max lo hizo mejor. 


El Regreso 


El atardecer los encontró en el garaje, con Elena temblando de agotamiento. Cada músculo le dolía, cada centímetro de su piel llevaba la marca de la humillación pública. 


Miguel desabrochó su pantalón con movimientos deliberados. 


—Has hecho progresos —admitió—. Mereces un premio. Pero recuerda: solo eres una mascota. 


Laura se sentó en la silla frente a ella, separando las piernas lentamente. 


—Esto no es por placer tuyo —aclaró—. Es para nuestro disfrute. 


La lección fue clara: 


Podría servirles de esta manera. 

Nunca sería igual que una mujer. 

Solo una perra obediente. 


Y cuando los primeros gemidos de sus amos llenaron el garaje, Elena comprendió algo aterrador: Era suficiente. 


Continuara...

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