capitulo 3 - Las primeras 24hs

 La oscuridad del garaje no era absoluta. Una luna llena filtraba su luz azulada a través de la pequeña ventana alta, pintando líneas plateadas sobre el cuerpo desnudo de Elena. La jaula de metal frío le mordía la piel en cada punto de contacto: las rodillas magulladas, los muslos temblorosos, las caderas marcadas ya por el primer día de sumisión. 




Elena intentó cambiar de posición, pero cada movimiento hacía crujir los barrotes con un sonido que le recordaba su encierro. El collar de cuero - tan nuevo, tan pesado - le oprimía la garganta con cada respiración acelerada. 


"Propiedad de L&M". 


La placa metálica le rozaba la clavícula, fría como el resto de este lugar que ya empezaba a oler a su propio sudor, a humedad, a algo más íntimo que no quería reconocer. 


Un crujido en la puerta la hizo contraerse. Miguel entró en silencio, vestido solo con un pantalón de pijama holgado que no ocultaba su excitación. Se apoyó contra la pared frente a la jaula, cruzando los brazos sobre el torso musculoso. 


—Qué vista tan bonita —murmuró, los ojos recorriendo cada centímetro de su cuerpo encogido—. La abogada exitosa reducida a esto. 


Elena bajó la mirada, sintiendo cómo sus pezones se endurecían bajo la observación. El aire frío del garaje los hacía doler de una manera que no podía ignorar. 


Miguel se acomodó en una silla de metal que sacó de la sombras. Con movimientos deliberadamente lentos, se desabrochó el pantalón, liberando su erección. 


—Mírame, perra. 


Elena alzó la vista, paralizada. La luz lunar plateaba el líquido que ya asomaba en la cabeza de su miembro. 


—Así —dijo él, comenzando a moverse con lentitud—. Así es como me pones. 


El sonido de su mano deslizándose era obsceno en la quietud del garaje. Elena no podía apartar la mirada, notando cómo cada movimiento de sus dedos hacía brillar más la humedad. 


—¿Sabes por qué no te toco? —preguntó, acelerando el ritmo—. Porque todavía no eres digna. 


Una gota cayó al suelo entre ellos. Elena sintió su propia humedad aumentar, traicionera. 


—Hoy en la corte —continuó Miguel, la voz ronca—, mientras discutías algún caso importante, yo estaba imaginando esto. 


Su mano se detuvo, mostrándole cómo brillaba bajo la luz lunar. 


—Imaginaba tu boca aquí. Tu lengua limpiando cada gota. 


Elena sintió un escalofrío. Entre sus piernas, un pulso insistente la traicionaba. 


—Pero no lo harás —dijo él, reanudando el movimiento—. No hasta que aprendas. 


El sonido de su respiración entrecortada llenaba el espacio entre ellos. Elena notó, horrorizada, que sus propios muslos se habían separado levemente, como buscando alivio al roce contra el frío metal de la jaula. 


Miguel lo notó. 


—Mira qué fácil eres —se rió—. Ni siquiera he tenido que tocarte. 


Sus palabras eran cuchillos que la abrían, la exponían. 


—¿Cuántos de tus colegas adivinarían que la brillante abogada Martínez se moja como una perra en celo solo por ser mirada? 


Elena cerró los ojos, pero un chasquido de dedos la obligó a abrirlos. 


—Mira. Mira cómo se disfruta lo que es tuyo pero no puedes tener. 


Miguel se levantó, acercándose lo suficiente para que el calor de su cuerpo llegara a ella a través de los barrotes. 


—Huele —ordenó, pasando la punta de su miembro por los barrotes frente a su cara—. Huele lo que no puedes tocar. 


El aroma salado, masculino, la invadió. Elena sintió que su boca se llenaba de saliva. 


—¿Quieres? 


Ella asintió, casi sin darse cuenta. 


Miguel retrocedió bruscamente. 


—No. 


Se sentó nuevamente, reanudando su tortuoso ritmo. 


—Las perras mal educadas no merecen premios. 


Elena gimió, el sonido escapándosele antes de poder contenerlo. El dolor en sus rodillas, el frío en sus pezones, la humedad entre sus piernas - todo se mezclaba en una niebla de necesidad. 


Miguel se inclinó hacia adelante, los codos en las rodillas. 


—Puedes tocarte —dijo, viendo cómo sus ojos se iluminaban—. Pero si lo haces, mañana será el doble de duro. 


Elena apretó los puños. 


—Elige, perra. Tu placer... o mi aprobación. 


Los minutos pasaron como horas. Miguel continuaba su lenta tortura, observando cada microexpresión en su rostro. Elena temblaba, literalmente temblaba, con el esfuerzo de mantener las manos lejos de su cuerpo. 


—Bien —dijo él finalmente, notando su lucha—. Tal vez haya esperanza para ti. 


Con un último gemido gutural, Miguel alcanzó el clímax. Elena observó, hipnotizada, cómo las gotas caían al suelo frente a su jaula. 


—Limpiarás esto mañana —dijo, levantándose—. Con tu lengua. 


Se abotonó el pantalón sin limpiarse, dejando que la humedad manchara la tela. 


—Duerme, perra. Mañana aprenderás tu lugar. 


Cuando la puerta se cerró, Elena finalmente dejó escapar el sollozo que llevaba conteniendo. Su cuerpo era un mapa de contradicciones: Sus mejillas ardían de vergüenza, pero entre sus piernas latía una necesidad insoportable. Sus músculos gritaban por el esfuerzo de no tocarse, pero cada célula anhelaba hacerlo. Su mente racional se rebelaba, pero algo más profundo se estremecía de anticipación. 


El último pensamiento antes de caer en un sueño inquieto fue el eco de las palabras de Miguel "Mañana aprenderás tu lugar." 


El día siguiente sonido de la puerta del garaje abriéndose de golpe hizo que Elena se estremeciera dentro de su jaula. La luz de la mañana entraba a raudales, lastimando sus ojos adaptados a la penumbra. No había dormido más que en intervalos, cada hueso le dolía por la postura forzada, y el collar le había dejado un marcaje rosado alrededor del cuello. 


—Buenos días, perra —Laura entró con una taza de café en una mano y el teléfono en la otra—. Hoy tienes visita. 


Elena parpadeó, tratando de entender. Antes de que pudiera preguntar, un hombre mayor apareció en el umbral—el vecino, según recordaba vagamente de su primer día. Vestía un overol azul y botas de trabajo, sus ojos se agrandaron al verla desnuda y enjaulada. 


Instinto. Puro instinto ancestral hizo que Elena cruzara los brazos sobre sus pechos y cerrara las piernas. 


El silencio que siguió fue más denso que el hormigón del piso. 


Miguel, que había entrado detrás del vecino, dejó caer la bolsa de herramientas que llevaba con un estruendo metálico. 


—¿En serio? —su voz era suave, peligrosa—. ¿Ahora te da vergüenza? 


Laura abrió la jaula con un movimiento brusco. 


—Sal —ordenó—. Ahora. 


Elena gateó hacia fuera, sintiendo cómo el vecino—Ramón, según lo llamó Miguel—apartaba la mirada incómodo. 


—No —Laura agarró su pelo, obligándola a mirar al hombre—. Él merece el mismo respeto que nosotros. Míralo. 


Las lágrimas nublaron su visión mientras Ramón tosía, claramente incómodo, pero... ¿interesado? Sus ojos volvían una y otra vez a su cuerpo expuesto. 


Miguel se acercó hasta quedar a un centímetro de su cara. 


—Ramón viene a arreglar el calentador. Y mientras trabaja, tú le servirás de recordatorio de lo que pasa cuando alguien desobedece en esta casa. 


Laura le pasó una correa más gruesa que la de ayer, con una argolla en el centro. 


—Posición de castigo. Cuatro patas, cabeza baja, culo en alto. 


Elena obedeció, sintiendo cómo la nueva correa le presionaba la cintura. 


—Ramón —continuó Miguel, acariciando el trasero de Elena como si evaluara una mercancía—, si en algún momento necesita un descanso, nuestra perra estará disponible para... aliviar su estrés. 


El anciano tragó saliva, ajustándose el overol. 


Las siguientes horas fueron una tortura psicológica meticulosa: Cada vez que Ramón dejaba caer una herramienta, Elena debía recogerla con los dientes y entregársela, moviéndose como le ordenaban: 


—Lenta —Laura dictaba el ritmo con una fusta ligera que marcaba el compás en su muslo—. Más cadera. Que se note que eres una hembra. 


 Cuando Ramón pidió agua, Miguel sirvió un tazón para Elena y una botella para él —Las perras beben así —le recordó, obligándola a lamer el líquido derramado en el piso mientras el vecino disfrutaba su bebida erguido. 


 Laura escribió "Castigada por esconder mis dones" con marcador indeleble en sus muslos y vientre, obligándola a mostrarlo cada vez que Ramón miraba en su dirección. 


Fue cuando Ramón se arrodilló para revisar una tubería que Miguel decidió elevar el castigo. 


—¿Verdad que tiene un buen lomo? —preguntó, pellizcando la carne de sus nalgas hasta hacerla gritar—. Pruébelo, Ramón. Una palmada, para que vea quién manda aquí. 


El vecino vaciló, pero al final... 


CRACK. 


La mano callosa del anciano dejó una marca roja sobre la piel ya sensible. Elena gimió, pero para su horror, notó que Ramón se ajustaba el overol nuevamente. 


—Mira lo que provocas —susurró Laura, obligándola a mirar la evidente excitación del hombre— Puta de nacimiento. 


Cuando Ramón se fue al anochecer, Elena esperaba más castigos. En cambio, Miguel la levantó por el cabello y la arrastró al baño. 


—Hoy aprendiste una lección —dijo, abriendo la ducha y empujándola bajo el agua helada—. Tu cuerpo no te pertenece. 


Laura le pasó un estropajo ásquero y jabón industrial. 


—Lávate. Por dentro y por fuera. Mañana empezarás de cero. 


Mientras frotaba su piel hasta dejarla enrojecida, Elena lloró en silencio. Pero en el espejo empañado, su reflejo mostraba algo inquietante: 


Pezones erectos. 

Muslos que no dejaban de frotarse. 

Una boca que, a pesar de todo, se curvaba levemente. 


El castigo había funcionado. 



Continuara... 

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