Capítulo 2 - Iniciación al Servicio

 El garaje olía a cuero encerado y a un leve aroma a hierro. La luz fluorescente parpadeaba sobre las herramientas colgadas en la pared, proyectando sombras que parecían moverse como dedos largos sobre el concreto pulido. Elena permaneció inmóvil en el umbral, sintiendo cómo el sudor frío le corría por la espalda bajo la blusa de algodón. 




Laura dio un paso adelante, las botas de cuero negro resonando contra el piso. —¿Olvidaste las instrucciones? —preguntó, levantando una ceja perfectamente delineada—. Dije que te quitaras la ropa. Ahora. 


Elena tragó saliva. Sus dedos temblaron al llevarlos al primer botón de su blusa. Cada movimiento era agonizantemente lento, como si su cuerpo se resistiera a lo que su mente había decidido. El algodón se separó para revelar su clavícula marcada, luego el valle entre sus pechos pequeños pero firmes. 


Miguel se apoyó contra la pared, cruzando sus brazos musculosos. —Vamos, princesa —dijo con una sonrisa burlona—. En la corte te mueves más rápido. 


El último botón cedió. La tela se deslizó por sus hombros para caer al suelo con un susurro casi imperceptible. El aire frío del garaje hizo que sus pezones se endurecieran inmediatamente, volviéndose sensibles hasta el dolor. 


—Los pantalones también —ordenó Laura, señalando con el látigo—. Y no te atrevas a cubrirte. 


Los jeans cayeron alrededor de sus tobillos, revelando que había obedecido la instrucción de no usar ropa interior. Sus muslos pálidos temblaron levemente. 


Miguel silbó. —Miren eso. La señorita abogada tiene un aterrizaje de Brasil —comentó, señalando el pequeño triángulo de vello rubio oscuro entre sus piernas—. Pensé que serías del tipo depilada como muñeca. 


Elena sintió que sus mejillas ardían. Había pasado la mañana en la estética, pero había decidido dejar el vello púbico, como un último acto de rebeldía. Ahora se arrepentía. 


Laura dio un paso adelante y le tomó la barbilla con dedos enguantados en cuero —Abre la boca.  


Cuando Elena obedeció, Laura escupió dentro sin romper el contacto visual. La saliva cálida y espesa golpeó su lengua. —Traga. 


El sabor a menta y a algo más amargo llenó su garganta. —Así sabrá a qué sabe la obediencia —dijo Laura antes de soltarla—. Gatea hasta la jaula. 


El concreto era áspero contra sus rodillas y palmas. Cada movimiento enviaba un escalofrío por su columna vertebral, consciente de cómo sus pechos se balanceaban libremente, de cómo sus nalgas quedaban expuestas con cada avance. 


La jaula estaba más lejos de lo que parecía. A medio camino, Miguel puso un pie en su espalda, deteniéndola. —¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó, presionando ligeramente—. Las perras no gatean con la cabeza alta. 


Elena bajó la vista al suelo, notando cómo sus gotas de sudor se mezclaban con el polvo del garaje. —Mejor —dijo él, quitando el pie—. Continúa. 


Cuando finalmente llegó frente a la jaula, Laura estaba sosteniendo un collar de cuero negro con una placa metálica. —Propiedad de L&M —leyó Elena en voz baja. 


—Silencio —espetó Laura mientras abrochaba el collar con un clic definitivo—. Las perras no hablan a menos que se les ordene. 


El cuero era más pesado de lo que esperaba, presionando contra su garganta como un recordatorio constante de su nuevo estatus. 


Miguel abrió la puerta de la jaula. —Adentro. 


El espacio era apenas suficiente para que se sentara con las rodillas dobladas. Los barrotes fríos se clavaban en su piel desnuda por todos lados.  


Laura se arrodilló frente a la jaula con un cuenco de acero. —Hoy no cenarás como humana —dijo, dejando caer al suelo un puñado de croquetas para perro mezcladas con un poco de atún—. Lame. 


Elena miró la comida, luego a Laura. —Por favor... —susurró. 


El látigo silbó antes de golpear los barrotes junto a su cabeza, haciendo que se estremeciera. —¡He dicho que lames, perra! 


El primer intento fue torpe. Su lengua rozó las croquetas, recogiendo más polvo del suelo que comida. El sabor a pescado y tierra la hizo arcar. 


—Asquerosa —comentó Miguel, grabando con su teléfono—. Ni siquiera sabes comer como es debido. 


Laura le agarró el pelo y hundió su cara en la mezcla. —¡Come! 


Las lágrimas mezcladas con la comida le corrían por la cara. Tragó bocados de croquetas molidas y atún frío, sintiendo migajas pegarse a sus pechos y barbilla. 


Cuando terminó, Laura le pasó una toalla áspera por la cara. —Mira el desastre que eres. 


Después de sacarla de la jaula, Laura la hizo pararse en cuatro patas. —Esta es tu posición básica —explicó, ajustando su postura con un pie—. Espalda recta, culo alto, cabeza baja. 


Miguel pasó una mano por su espalda hasta llegar a sus nalgas, dándole una palmada que resonó en el garaje. —Aquí es donde recibirás los castigos cuando falles. 


Elena contuvo un gemido. El golpe había dolido, pero también había enviado una onda de calor directamente a su sexo. 


Laura le puso la correa. —Ahora, pasearemos por el jardín. Recuerda: cabeza baja, movimientos fluidos. 


El jardín trasero estaba iluminado por luces solares que creaban patrones de sombras entre los arbustos. El césped húmedo se pegaba a sus rodillas mientras gateaba, sintiendo cada piedra, cada rama bajo sus palmas. 


—Más rápido —ordenó Laura, tirando de la correa. 


Elena aceleró, sintiendo cómo sus pechos se balanceaban con cada movimiento. 


De repente, Miguel bloqueó su camino con un pie. —¿Qué hace una perra cuando se encuentra con su amo? 


Elena miró hacia arriba, confundida. 


El látigo de Laura cayó sobre sus nalgas con un sonido crujiente. —¡Se tumba panza arriba y muestra sumisión! 


Gritando, Elena rodó sobre su espalda, exponiendo su vientre y entrepierna a la fría noche. 


—Mejor —dijo Miguel, pasando un pie por su torso—. Ahora, haz tus necesidades. 


Elena parpadeó. —¿Qué? 


—Las perras orinan donde se les ordena —explicó Laura, sacando su teléfono para grabar—. Levanta la pierna y hazlo. 


El calor subió por su cara hasta las orejas. Nunca había sentido tanta vergüenza. Pero algo dentro de ella, algo profundo y oscuro, se estremecía de excitación. Con movimientos torpes, levantó la pierna derecha como había visto hacer a los perros. Al principio, nada salió. Luego, con un esfuerzo sobrehumano, un chorro dorado brotó, salpicando el césped y sus propios muslos. 


—Qué bonito espectáculo —comentó Miguel mientras Laura reía—. Mañana lo harás mejor. 


De vuelta en el garaje, Laura la hizo entrar nuevamente en la jaula. —Por hoy has sido una perra aceptable —dijo, cerrando el candado con un sonido final—. Mañana será peor. 


Miguel apagó la luz, dejándola en la oscuridad con solo el resplandor de la luna filtrándose por la pequeña ventana. 


Elena se acurrucó lo mejor que pudo en el espacio reducido. Sus rodillas estaban en carne viva, sus nalgas ardían del castigo, y entre sus piernas, una humedad que no provenía de la orina la traicionaba. 


Mientras el sonido de los pasos de sus amos se alejaba, una sonrisa temblorosa se dibujó en su rostro. 


Mañana será peor. 


Y la idea la excitó más de lo que estaba dispuesta a admitir. 


Continuara... 

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